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jueves, 10 de diciembre de 2009

HISTORIA DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA Centenario 1

Iniciamos con un excelente artículo del historiador, abogado, luchador social y chihuahuense, Víctor Orozco una serie de artículos dedicados a la Revolución Mexicana que incluirá cada uno, un video relativo al tema. Acompaña la colaboración del Dr. Víctor el video “El Mejor de los Dorados” de José Barrones. La foto que acompaña es de soldados revolucionarios de Pascual Orozco.


LOS PRIMEROS FUEGOS DE LA REVOLUCION

VICTOR OROZCO

Hace muchos años, en mi época de estudiante, -formal, pues en realidad nunca he abandonado tal condición- estuve en los Ranchos de Santiago, la tierra de los Ordóñez, donde un anciano me contó: “En este portón lloró Pascual Orozco cuando le dijeron quienes habían muerto en Cerro Prieto y en el Chopeque, yo lo vide”. Si la anécdota es cierta, ocurrió entre el 12 y el 13 de diciembre de 1910, pues la batalla de Cerro Prieto tuvo lugar el día 11. Vencedor sobre la novata caballería revolucionaria, el General Juan J. Navarro se ensañó con los derrotados y ordenó el fusilamiento sin formación de causa de los rebeldes tomados prisioneros cuando se les acabó el parque para seguir combatiendo. Todos recibieron en lugar del tiro de gracia un bayonetazo en el estómago. Fueron éstos campesinos los primeros revolucionarios norteños sacrificados en la lucha contra la dictadura. Sus nombres se recogieron en libros y artículos de prensa apenas se produjeron la toma de Ciudad Juárez y el triunfo maderista el 10 de mayo de 1911: Francisco Salido, José Antonio González, Alberto Orozco, Ramón Solís, Antonio Frías, Graciano Frías, José Caraveo, José Dozal, Emilio Valenzuela, Manuel Gándara, Joaquín González, José y Jesús Morales, Ascención Enríquez, Jesús Morales, Eduardo Hermosillo, Flavio Hermosillo, Felícitas Márquez, Ramón Estrada, Laureano Herrera, Hilario Díaz, Baudelio Peña, Ángel Pérez, José María y Tadeo Vázquez, Ignacio Valenzuela, José Aragón, Luz y Atanasio Rodríguez. La mayoría de ellos eran jóvenes de San Isidro que se habían alzado en armas el 19 de noviembre y otros de Bachíniva. Un caso insólito y casi único en los anales de las guerras, fue el de Camilo Valenzuela, alias El Resucitado, originario de Basúchil. Igual que los demás fusilado y acuchillado, sin embargo, la bala le entró en sedal y le rodeó el cráneo, sin hacerle mayor daño y la bayoneta no le afectó ningún órgano vital, por lo que después del desmayo y con el frío de la madrugada despertó, teniendo ánimo para cambiar sus huaraches por las “botas amarillas del finadito Alberto Orozco” según le escuché narrarle a mi padre. Así se levantó y caminó todo el día hasta alcanzar las casas de su pueblo.

En San Isidro todavía algún viejo recuerda como se contaba la llegada de los caballos ensillados que reconocían la querencia y daban lugar al comienzo del duelo por la segura muerte del dueño. Apenas comenzaba el largo ciclo de guerras civiles en México, pero el pequeño pueblo alojaba ya a un crecido número de viudas y huérfanos. En los siguientes años, buena parte de sus hombres morirían por todas partes: Juárez, Chihuahua, Bachimba, Torreón, Zacatecas, Celaya… o se perderían en la extensa geografía nacional. Otros acabarían siendo mineros o jornaleros en Estados Unidos. Y los habitantes que se quedaron sufrirían por el hambre, las epidemias, las levas y los pillajes.

Antes de la hecatombe de Cerro Prieto, los rebeldes habían ya tomado Ciudad Guerrero la cabecera distrital y municipal, considerada por entonces la llave de la sierra. También habían protagonizado la batalla de Pedernales, donde hicieron morder el polvo a los soldados del gobierno. Con ingenuidad, pero también con socarronería ranchera, hicieron un envoltorio con los uniformes de los soldados y se lo enviaron a Porfirio Díaz, con una leyenda: “Ay le van las hojas, mándenos más tamales”. Para principios de diciembre sumaban ya unos 500 hombres armados, con jefes improvisados de toda la región: Sóstenes Beltrán, Félix Terrazas, Epifanio Coss, Abelardo Amaya, Marcelo Caraveo, Albino Frías, Agustín Estrada, José de la Luz Blanco, Luis A. García, José Rochín, Herminio Mendoza, Rufino Loya, Manuel Chico, Francisco D. Salido, Pascual Orozco padre y Pascual Orozco hijo entre los principales. En la junta celebrada en Ciudad Guerrero el día 5, se mencionó también a las “fuerzas de San Andrés”, con cien hombres al mando de Cástulo Herrera, Francisco Villa y Julio Corral. Estos vecinos, el día 27 de noviembre habían protagonizado la batalla del Tecolote en las goteras de la ciudad de Chihuahua. Entre los que allí cayeron, estaban varios de los iniciadores: Santos Estrada, (quien murió, según termina el sentido texto que le dedicó su hermano Pedro “…por el vicio de enfriar balas en sus adversarios y caprichos de amor propio”), Antonio Orozco, Eleuterio Armendáriz, Julián Villalobos, Nazario Ruiz y Leonides Corral.

Las grandes causas de las revoluciones, como son la explotación, los privilegios, el autoritarismo, las represiones, tienen siempre expresiones concretas en la vida cotidiana de las gentes. De otra suerte muy pocos se animarían a dejar sus hogares, abandonar a sus familias y arriesgar la existencia. En los pueblos de Chihuahua, se juntaban varios de estos impactos: abusos de los grandes propietarios, despojos, pueblos sin tierras, atropellos e imposiciones políticas. Pero, desde luego, no bastan los factores materiales, en 1910 obraron poderosamente elementos culturales, brotados de un antiguo espíritu de resistencia y cultivo reiterado de valores personales como el de la valentía o el cumplimiento de la palabra empeñada. Cuando tomaron un tren en la estación de San Andrés, un pasajero norteamericano narró que alguno de los rebeldes le quiso comprar su catalejo. Al intentar obsequiárselo, el otro le respondió que tenían órdenes de su jefe, Santos Estrada, de no tomar nada sin pago. En Cerro Prieto, un testigo ocular de la batalla narraba como un jinete de los de Namiquipa se lanzó de frente a las tropas federales, consiguiendo lazar una ametralladora a la que arrastró e inutilizó antes de caer acribillado. ¿Quién sería este arriero o vaquero anónimo? ¿Quedará algo de su ejemplo en los jóvenes serranos de nuestro tiempo? ¿O habrá sucumbido el grueso de ellos ante le debacle moral provocada por el narcotráfico y la corrupción de las instituciones? ¿Y, de los muchachos de San Isidro que se atrincheraron hasta disparar el último cartucho? O de los de San Andrés, tan aferrados al combate que se negaron a retirarse, ¿Habrá un legado?

Las revoluciones subvierten el orden prevaleciente. Vulneran la legalidad instaurada, de allí que Ricardo Flores Magón insistiera en que el revolucionario es un ilegal por excelencia. Sin embargo, todas las revoluciones han de buscar su legitimidad en principios que muchas ocasiones dan sustento al mismo sistema que combaten. Es el caso de la revolución mexicana, en la cual, estos primeros grupos de rebeldes chihuahuenses alzaron como bandera a la propia constitución federal entonces vigente desde el 5 de febrero de 1857, así como a las leyes de Reforma que luego se le incorporaron. La revolución que emprendieron y por la que se sacrificaron, trastocaba al régimen jurídico, pero aspiraba a dotar a la sociedad de uno nuevo, con mayor equidad y justicia. Puesto que ésta se había extraviado en las leyes y prácticas oficiales, en su nombre buscaban construir otra legitimidad.

El maderismo que combatía el fraude electoral perpetrado en las elecciones presidenciales, proporcionó a estos primeros combatientes el vehículo político para conectarse con muchos más ámbitos de rebeldía en el país, pero no albergaba a todas sus aspiraciones ni a sus motivaciones. Éstas se engranan siempre con la rueda de la insurrección social, que una vez puesta en marcha no parará sino hasta el agotamiento de los adversarios o hasta que se produzca el triunfo neto de alguno de ellos. Retomo aquí las primeras batallas que tuvieron lugar durante la revolución mexicana y en la cual se simboliza el comienzo de este largo camino. En Cerro Prieto, los antagonistas eran soldados de línea, maltratados “juanes” reclutados en el Sur del país muchos de ellos por vía de la leva y comandados por un militar con medio siglo de pertenencia al ejército. Conducidos a pelear en un país agreste, ateridos por las crudas heladas de las llanuras y montes de Chihuahua, muchos cayeron bajo las certeras balas de las carabinas portadas por los rebeldes y cuando éstos fueron derrotados, se ensañaron contra los vecinos, matando y saqueando en venganza por sus muertos. Los rancheros, eran jóvenes con el cuerpo correoso, nervudos, de piernas poderosas, (José Fuentes Mares aseveraba que los serranos chihuahuenses estaban desnalgados) a fuerza de montar y de abrir llanos para el cultivo. Sólo alguno rebasaba los treinta años y Pascual Orozco, su jefe, frisaba los veintiocho, pero ya se ofrecían en la ciudad de Chihuahua cuantiosas recompensas a quien lo matara. Venían de Guerrero, Santo Tomás, Basúchil, San Isidro, Namiquipa, Bachíniva, Ranchos de Santiago, Pachera y de una docena más de ranchos desperdigados en toda la región. Algunos habían cursado la educación primaria y conocían gestas de otras guerras, las de sus abuelos contra los franceses o en las grandes batallas del Bajío durante la reforma liberal. Quizá por eso, Emiliano Ordóñez, el primer cronista y testigo de la batalla, les llama “los liberales”. También sabían por las narraciones repetidas una y otra vez, de la “guerra del 92”, como se conocía al alzamiento de Tomóchi, de las campañas contra los apaches y de las otras rebeliones ocurridas durante su infancia. Todos eran varones, pero al menos se sabe de una excepción en el cañón de Mal Paso, donde se desarrolló otro enfrentamiento el 28 de diciembre. Los informes dieron cuenta de una mujer que rodilla en tierra y cruzado el torso con varias cananas, combatió sin pedir ni dar tregua, hasta recibir la muerte. Tampoco se sabe su nombre.

¿Y por qué hacer apología de los violentos y no de los pacíficos?, han objetado algunos. ¿Por qué recordar a los que tomaron las armas y no a los que se quedaron en casa cuidando a sus familias y patrimonios?. La primera respuesta es que a esto último se dedicaban casi todos antes de ir a la insurrección y advertían cómo a las primeras se les cerraba el mundo –ancho y ajeno-, copada la sociedad por una casta cerrada de oligarcas, políticos corruptos y caciques abusivos. Y cómo el segundo, es decir, el patrimonio, no aumentaba, sino antes disminuía, a la inversa del que detentaban los latifundistas o empresarios mexicanos y extranjeros, engordados día a día, cada vez más prepotentes y mandones.

Una segunda contestación, es que en las actitudes de estos hombres se sintetiza la mayor de las virtudes sociales que es la del altruismo, el desprendimiento de los intereses personales, para buscar el beneficio de los colectivos. Optaron por resolver la pugna mediante las armas, pero su violencia amparaba a una causa emancipadora, justiciera, igualitaria. En estos tiempos, al país lo envuelve otra clase de violencia: asesina, ruin, mezquina, que ya toca a las puertas de todos. Contra ella nada han podido – o querido- hacer los organismos armados del gobierno. Sus otras instancias nada obran contra la miseria y la desigualdad siempre crecientes, para desesperación de la ciudadanía. Por consecuencia…debemos comprender a estos arrojados que acabaron decidiéndose a tomar la justicia en sus propias manos.

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La crisis que vive actualmente el capitalismo pone al orden del día la urgente necesidad de una organización que eleve el nivel de conciencia de los trabajadores para acabar con la explotación del hombre por el hombre y establezca un gobierno de los trabajadores del campo y la ciudad