Octavio Rodríguez Araujo
En días pasados fui invitado a la
reunión plenaria de los senadores perredistas. No pude asistir por razones de
salud, pero he leído las notas que se han publicado sobre dicho encuentro. Más
allá de lo expresado por el cura Solalinde, que en parte tiene razón, el gran
problema de las izquierdas y de las llamadas tribus en el PRD es que 1) no se
asumen plenamente como oposición al poder institucional y 2) no han querido
entender el papel que deberían jugar para limitar ese poder en todo aquello que
atenta contra la población mayoritaria y contra el país en su conjunto.
Mientras no cumplan con estos dos mínimos requisitos para justificadamente
llamarse de izquierda, el PRI y su cómplice blanquiazul seguirán
haciendo de las suyas para favorecer sus intereses partidarios y los de
aquellos que representan y por los cuales han podido ”gobernar” (las comillas
son deliberadas).
En
un artículo que envié para una publicación de mi centro de trabajo en la UNAM,
preguntaba al inicio si es de izquierda un partido que establece pactos y
alianzas con partidos y gobiernos de derecha. Y contestaba que es válido
exclusivamente cuando existe una amenaza real de que organizaciones de
ultraderecha puedan asumir el poder. Si no existe esta amenaza es absurdo que
un partido de izquierda lo haga, incluso que lo intente. Y ciertamente dicha
amenaza ultraderechista no existe ni hay vestigios de que pueda organizarse
como ha ocurrido en varios países europeos.
La
suscripción perredista del Pacto por México fue, por lo menos, ingenua, para no
decir oportunista. Ingenua, porque todo mundo sabe, o debería saber, que quien
tiene el poder no lo cede ni lo comparte gratuitamente con quienes
supuestamente son de oposición y de izquierda. Oportunista, porque cualquiera
que conozca la historia de las izquierdas, aquí y en otros países, sabe que al
compartir el poder con un gobierno de derecha empieza y termina como
subordinado de éste sin lograr influir en las decisiones fundamentales que son,
por definición, las que más le interesan al poder para su ejercicio.
Querer
cambiar las cosas desde dentro ha sido la trampa que se han montado todos los
oportunistas para justificar sus malabarismos ideológicos y políticos para
vivir del presupuesto. Cuando una persona es o se dice de izquierda, en el momento
en que participa en las estructuras del poder institucional en manos de la
derecha tiene que actuar en consonancia con ese poder, no puede ser
permanentemente obstruccionista ni expresarse en contra de las decisiones
tomadas más arriba: o se convierte en cómplice o se ve precisado a renunciar si
quiere ser coherente con las ideas que le sirvieron para ser cooptado. Quien
acepta ser cooptado es un oportunista o carente de principios sólidos. No es
casualidad que en política cooptación y corrupción sean parientes conceptuales.
Otra cosa, me adelanto a decir, es participar en el parlamento: éste es un foro
donde se debaten ideas y proyectos y donde se dan luchas, a veces muy ásperas,
por imponer o al menos contrarrestar determinadas leyes o reformas de éstas.
Malo cuando los parlamentarios de izquierda se subordinan a la dirección de su
partido previamente cooptada por el poder, en nuestro caso por la Presidencia
de la República, y dejan pasar leyes contrarias a los intereses mayoritarios
del país que dicen defender.
Un
partido de izquierda (así se espera) debe ser más o menos congruente en su
línea política de acción. No parece lógico que en 2012, antes de las elecciones
federales, se planteara alianzas con el PAN para evitar que el PRI llegara a la
Presidencia y al año siguiente hiciera alianza con éste ya en el poder. El
resultado lo conocemos: el PRD fue utilizado por Peña Nieto para aprobar
reformas y leyes que una organización de izquierda nunca debería aprobar: la
energética en primer lugar, pero no la única. Al PAN no se le puede criticar
por lo mismo que al PRD: ha sido cómplice de Salinas y de Zedillo, entre otras
razones porque comparte la misma ideología. El partido del sol azteca, por lo
visto, no entendió que las derechas, aunque tengan diferencias (pocas), se unen
por la defensa de los intereses que representan. Sin embargo, participó y
ahora, por más que sus dirigentes se hacen los arrepentidos, no faltan los que
les embarran en la cara sus veleidades y traiciones, sabiendo que no tienen
argumentos de defensa. Ni siquiera el hecho de haber abandonado el Pacto por
México después de las aberraciones que aprobaron. Ahora, todos contritos,
quieren revertir las reformas que dejaron pasar y aspiran a lograrlo –dicen–
por la vía de fortalecerse, unirse y ganar la mayoría de los diputados en 2015.
¿Tan desmemoriados serán los electores?
¿Fue,
como dijo el dirigente del PRD, que la dispersión de la izquierda facilitara
que Peña Nieto pudiera sacar adelante su reforma energética? ¿Si hubiera estado
unida podría haberse evitado? La aritmética en el Congreso de la Unión dice que
no. ¿Qué faltó entonces? En mi modesta opinión, armar una gran protesta
nacional, una movilización monstruo en contra, recurrir al pueblo. ¿Podía
hacerlo cuando el PRD estaba en la mesa del Pacto por México? ¿Quién le hubiera
creído?
Se
dice que la izquierda debe unirse. Muy bien, sí. Pero, ¿con qué principios y
programa? ¿Con qué estrategia? ¿Sin movilizaciones sociales previas o sólo
entre dirigentes? Si es esto último puedo pronosticar un nuevo fracaso. Lo que
le ha faltado a las izquierdas mexicanas (y no sólo en los últimos años) es
ligarse al pueblo y a sus demandas, escucharlo y defenderlo de las políticas
del poder. Sin el pueblo no hay unidad que valga, ni siquiera para ganar la
mayoría en el Congreso.