Guillermo Almeyra
El derrumbe sin gloria del régimen burocrático y opresivo llamado socialismo real, a finales de los 80, dio al capital financiero mundial enormes oportunidades, con nuevos mercados y vasta cantidad de mano de obra calificada muy barata y, al mismo tiempo, un enorme impulso al capitalismo en China, ya en curso desde la visita de Nixon a Pekín, en plena guerra de Vietnam, y desde el triunfo de la política de Deng Xiaoping.
Con la inmensa reserva de mano de obra china sin sindicatos ni derechos sociales, las trasnacionales lograron nuevo oxígeno. En casi la mitad del mundo el estalinismo condujo, como Trotsky había previsto ya en 1936, a liquidar la Unión Soviética y a reforzar el capitalismo mundial. La monstruosidad de los gulags, el conservadurismo ideológico y cultural, la corrupción masiva de la casta burocrática vacunaron por décadas contra las ideas socialistas a la inmensa mayoría de las masas de la ex Unión Soviética y de Europa oriental, y fomentaron allí un nacionalismo xenófobo, clerical y de ultraderecha. El capitalismo a la húngara, la rumana, polaca o rusa no tuvo por consiguiente obstáculos y fue, por consiguiente, mafioso, superexplotador, neocolonial.
Pero en China el desarrollo fue diferente. El Partido Comunista canalizó una enorme revolución campesina por la tierra, los derechos democráticos, la unidad nacional y la expulsión de los enclaves imperialistas que transformó a una semicolonia en una gran potencia mundial, para nada comunista, pero que es orgullosamente independiente. China, además, es una excepción en Oriente, si no consideramos a Japón y Corea, ya que la mayoría aplastante de su población pertenece a una sola etnia, la han, y tiene un glorioso pasado milenario. Últimamente, la enorme extensión de la educación y el desarrollo científico, así como la unificación del país favorecieron, por cierto, al capitalismo, pero también dieron consenso al régimen, pues éste fue visto como progresista por la gran mayoría de los chinos.
Mientras en la Unión Soviética el régimen de Stalin industrializó recurriendo a la matanza de millones de campesinos y a campos de trabajo esclavo y jamás pudo resolver el problema agrario, el régimen de los estalinistas chinos, a pesar de la barbarie del Gran Salto Adelante y de las Comunas, que también causaron millones de muertos, no perdió el consenso en el campo y cambió la vida en las ciudades. De modo que en China, aunque las ideas de Marx se refugian en pequeños espacios e impera la explotación salvaje del capital, hablar de la necesidad del socialismo no es, por fuerza, proponer una dictadura burocrática. En efecto, mientras los comunistas rusos a la Ziúganov son nostálgicos de Stalin y de su dictadura burocrática, además de nacionalistas xenófobos, los chinos, que también son nacionalistas, están divididos en tendencias, algunas de las cuales reconocen que su país sigue siendo dependiente y atrasado, y debe ser antimperialista; por ende, se plantean cómo intervenir en la crisis mundial del capitalismo. Por lo tanto, de China se pueden esperar, más que de Rusia, posibles desarrollos anticapitalistas.
El día en que la lucha por un mejor nivel de vida y por una existencia más armoniosa, por el respeto del ambiente y por los derechos democráticos se una allí al combate contra las desigualdades sociales y por las reivindicaciones de los trabajadores, será un gran día para toda la humanidad y un día aciago para el capitalismo. Porque el futuro del anticapitalismo, a escala planetaria, depende hoy de los pueblos de Oriente, que luchan a la vez por su independencia del imperialismo occidental, por los derechos democráticos elementales y contra los efectos criminales del capitalismo, mezclando una revolución anticolonialista, agraria y democrática no acabada, con una anticapitalista en germen pero sin la cual les espera el desastre ambiental y social.
Las mejoras en la educación, el aprendizaje masivo de idiomas extranjeros que da acceso a lo que pasa en el resto del mundo, del cual nos habla Far Eastern Review, por un lado, y la escasez creciente de mano de obra rural, así como el envejecimiento de la población económicamente activa (PEA), por otro, son factores que tienden a elevar los salarios, a mejorar las condiciones laborales y que hacen que ya no sean tolerables los trabajos aceptados hasta ahora. Li Jianmin escribe que la escasez de mano de obra en el delta del río de las Perlas, en 2003, se extendió al delta del Yangtzé y a la zona costera, y desde 2009 abarca la zona central en rápida industrialización y urbanización. Entre 2005 y 2010 –dice–, el salario mensual promedio chino pasó de 875 yuanes a 1690 (unos 220 dólares) y aumenta sin cesar. La PEA, que en 2000 representaba nada menos que 71 por ciento de la población total, tiende a crecer cada vez más lentamente: 1.39, en los 90; 1.28 en 2005; 0.81, en 2010.
En millones de trabajadores, el crecimiento anual llegó a 10.2 millones en 2005; en 2010, a 8.6; en 2015 se calcula que llegará a 2.36, y en 2017 la PEA no crecerá más y comenzará a disminuir. La población campesina excedente se está acabando, y los habitantes están envejeciendo y aumentando sus exigencias. Si para escapar a las consecuencias del enfriamiento de la economía y de la reducción de las exportaciones a Europa, China apostara a elevar el consumo interno, tendría que aumentar la productividad agraria tecnificando las zonas rurales, lo cual lanzaría al mercado de trabajo nuevos millones de brazos campesinos para la industrialización. Además, debería reducir la brutal contaminación, que obliga a cesar la producción durante días en las grandes ciudades, y eso aumentaría los costos de la protección ambiental. Este es un panorama que tendrá que discutir el próximo Congreso del PCCh. Las presiones sociales y la lucha de clases allí estarán presentes.